Lo cierto es que, llevar una granja, da más trabajo del que pensaba pero, también es verdad que, criar a mis cerdos me reporta mayores satisfacciones y mejores ganancias que cuando me ocupaba de mis cinco vástagos y el cabestro de su padre. Otro tipo de piara que no serviría ni para hacer un buen caldo. Aunque, a juzgar por la mierda que acumulan entre sus dedos y sus uñas, empiezo a creer que podrían venderla al Kilo como molikote a algún taller mecánico.
Mucho habría de contarles pero de poco interés, la verdad. Tan solo compartir con ustedes algo que ya sabrán a estas alturas. Me fuí a Barcelona. No a ver a Benedicto. ¡Dios me libre¡ Hombre más feo y con menos atractivo no lo había yo visto en mi vida. Y con esos dientes. Que no dejo de preguntarme si en el Vaticano no dispondrán de un buen protésico dental que le lime tremenda "piñada".
No. En realidad fui a darme un homenaje. No en loor de multitudes, sino en loor de tanta sotana. Porque otra cosa no será, pero allí se juntaron un buen número de tiernos mancebos recién ordenados sacerdotes y otros tantos a punto de hacerlo.
Y, al igual que unos se van a balnearios a relajarse y a encontrarse consigo mismos, yo me fuí a la Ciudad Condal a encontrarme con otros cuerpos y relajarme refocilando con ellos, que para encontrarme conmigo misma ya tengo mis paseos matutinos por la era de Bollullos.
No diré más. Tan solo que después de varios días, un colectivo eclesiástico se pasó por el Paseig de Gracia enarbolando una pancarta que decía: ¡Canonización para Salustiana¡ ¡La Porquera es la caridad hecha carne¡
Y es verdad, porque yo soy tremendamente generosa con los que más necesitan y algunos de ellos estaban más que necesitados de un buen revolcón para aclarar sus ideas y sus prioridades en esta vida.
Me satisface decir que cuatro jóvenes decidieron colgar los hábitos tras conocerme biblicamente. O sea, tras disfrutar de mis voluptuosas carnes y mis dotes amatorias, a la par que, entre mis pechos, les hice reflexionar y recuperar la cordura.
Las navidades han sido, cuanto menos, sorprendentes. Una vida entera vivirás y la gente te seguirá dejando perpleja. Bien es verdad que la vida da muchas vueltas, pero una cosa son las vueltas y otra muy distinta que te pongan el suelo del revés.
En nochebuena no tuve más remedio que cenar ocn mis cinco vástagos. Buen sabe dios que traté por todos los medios de librarme de tremendo trago. Que lo sé. Que son mis hijos, pero no reconozco como míos a esa panda de hijos de puta, por mucho que hayan salido de mi vientre. Que de haber estado avisada de lo que se me venía encima hubiese cerrado las piernas para que se ahogasen ahí dentro.Dios me perdone¡¡¡ Pero es que yo no me merecía a esta piara.
Así que hice de tripas corazón y tuve que irme a cenar a casa del mayor, dejando muy claro que yo me iría, como muy tarde, al día siguiente y que solo haría acto de presencia si me garantizaban que el cerdo de mi ex no cenaría con nosotros.
Procuré presentarme poco antes de la cena, a fin de acortar tan penoso trago. Allí estaban mis cinco hijos. Cinco retratos fieles del cabrón de su padre. Por un momento no pudo evitar preguntarme a mi misma qué había hecho mal. Como era posible que de los cinco ninguno se pareciese a mi.
Debe ser que en eso del azar genético los genes correspondientes al cabestro debieron patear a los míos porque sino no se explica tamaño desatino. No quiero ni pensar que hubiese pasado si uno de ellos hubiese sido mujer. Porque una mujer puede salir "putera" pero aseada y limpia, porque mis hijos siguen pareciendo guardarle pavor al agua.
Allí estaban también mis cinco nueras. Dignas de lástima todas ellas, aunque ya sabemos lo que dice el dicho: dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición.
Y si, la mujer del mayor se ha vuelto igual de espesa. Ha debido llegar a la conclusión de que si no puedes con el enemigo, unete a él. Despedía un tufo a sobaco revenido y a fafarique sin lavar del todo insoportable. Que yo ya no sabía si el olor ese a marisco putrefacto venía de la sopa de pescado o de la entrepierna de mi nuera.
Tal era el asco que no pude probar la dichosa sopa a pesar de tener un hambre canina. Yo veía la sopa en la mesa, con aquellos mejillones peludos flotando (porque no se molestaron ni en quitarle los pelos a los mejillones) y no podía evitar pensar que aquello era igualito que el molusco de la mujer de mi hijo. No digamos cuando pusieron unas ostras en la mesa y los cerdos de mis hijos empezaron a buscar similitudes entre los bichos y los potorros de sus mujeres. Tampoco probé las ostras, obviamente.
Eso si, no puede evitar preguntar si al chocho de mis nueras también le echaban limón para aderezarlo y ya, de paso, para desinfectarlo.
De cualquier manera ninguno se dió por aludido. Las neuronas no les dan para tanto. Lo que si percibí fue que ese olor asqueroso debía excitar sobre manera al mayor de mis hijos, a juzgar por como la buscaba y le sobeteaba la entrepierna a mi nuera con el mayor descaro y haciendo gala de su comportamiento, a pesar de resultar del todo soez.
Mi nuera, la del pestazo a sardina revenida, no pudo escoger peor lugar para sentarse. O sea, junto a mi. La muy guarra no dejaba de hacerme la pelota. Que si suegra por aquí, suegra por allá, y venga a pasarme los mejillones, que cogía con sus propias manos, y yo excusándome para no comerlos diciendo que tenía revuelto el estómago.
Cada vez que alzaba el brazo para pasarme la comida salía de su subaco un olor a sudor pegajoso y retestinado. Como si hiciera un mes que no se lavaba. No puede evitar observar un rodal en la tela de su camiseta. Esa marca asquerosa que deja el sudor cuando lo impregna todo. La muy puerca debía de haberse echado desodorante sobre el sudor ya revenido porque era una mezcla entre Fá frescor salvaje y el sudor de los moros del desierto. De pronto no puede evitar reirme al pensar en el anuncio de Fá en relación a ella. No por el frescor, que ya he dejado muy claro que brillaba por su ausencia. Sino por lo de salvaje. Porque salvaje era la maraña de pelos que le asomaba de la sobaquera. Unos pelos pegajosos y repugnantes que me recordaron al culo peludo de mi exmarido.
Ante esa espontanea carcajada todos los presentes me miraron con estupefacción y yo le eché la culpa al champán para evitar preguntas incómodas.
Dios santo¡¡, entre las ostras, los chistes sobre los fandangos de mis nueras, los pelos de los mejillones, el olor a pescado podrido del potorro de mi nuera y la pelambrera de su sobaquera creí que aquella noche no podría depararme nada más desagradable.
No sabía yo que me equivocaba. El cabrón de mi ex hizo acto de presencia con una botella de champán bajo el brazo y una curda impresionante. Y ese salón que olía a humanidad reconcentrada. Creí morirme.
Continuará.......