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DE NOVIAZGOS Y CONDENAS

Gracias a dios ya he recuperado a mi Lelo. El lerdo de mi ex-marido, en un ataque de cuernos incomprensible, había pagado a un vecino para que escondiera al pobre cerdo en su cochiquera. El muy cabrón, como no quise acceder a sus requerimientos, al vecino me refiero, no dudó en vengarse de esta manera por mi rechazo.

Hay hombres a los que no te los quitas de encima ni con lejía. Tal es el caso del gañán del padre de mis vástagos. Que cuando creo que más lejos de mi vida se encuentra, aparece para revolverme las tripas y joderme la vida.
Todavía hoy sigo sin entender que pude ver en semejante palurdo. Bien es verdad que yo era muy joven e inexperta y la educación recibida en aquellos tiempos no ayudaba, precisamente.
Digo yo que me haría gracia su verborrea. Que sigo sin explicarmelo porque este patán jamás ha tenido ni puta la gracia.

El caso es que, antaño, salías tres veces a pasear y comer pipas con un mozo y ya te habían ennoviado. No se como ocurrió pero un día, sin comerlo ni beberlo, me vi invitada a su casa para presentarme formalmente a sus padres. Ese fue mi gran error porque ya no hubo marcha atrás.
Su padre era un señor muy estirado, machista y católico. El típico cabeza de familia que solo estaba satisfecho si los mamarrachos de sus hijos iban de machos por el mundo, o cuando se inflaba hablando del Caudillo. Por dios¡¡ si todavía cuando lo recuerdo se me ponen los pelos como escarpias. Tenían en el salón un retrato de Franco presidiendo la mesa y aquello hacía que comieses con un nudo en el estómago que, lejos de abrirte el apetito, te provocaba el vómito. Me pregunto si la zorra de mi suegra no lo tendría todo estudiado para no gastar mucho en las comidas, a juzgar por lo roñosa que era la bruja.

Más tarde me di cuenta de que, la que partía el bacalao, era ella. Tenía el gesto adusto y avinagrado. Siempre con la nariz arrugada, como si tuviese un pedo justo debajo. No usaba maquillaje. Decía que eran usos de mujerzuelas y que una mujer pura resplandecía por su belleza  interior y no necesitaba de afeites.
Yo, cuando la oía decir semejantes cosas no podía evitar pensar que ella debía ser el demonio mismo porque era fea como una condenada y tenía una cara de bruja que no podía disimular.
Mi cuñada, que en paz descanse, se pintaba, y con  mucho arte. Eso enfurecía a mi suegra sobremanera lo que producía un extraño placer a su hija. Aquel acto de rebeldía era su pequeña revancha ante aquella familia tan asfixiante y repugnante.

En aquella primera visita, donde lo único que pensaba yo era en salir corriendo, la arpía de mi suegra ya marcó los límites donde yo me podía mover.
Yo, que siempre he sido hembra bien formada y exhuberante, no le pasé desapercibida a la beata, y me dejó muy claro que una mujer decente disimula sus "redondeces" y viste para pasar desapercibida.
Vamos, que si quería fomar parte de aquella familia ya podía volver invisibles mis enormes ubres y mi prominente culo.
Desde ese momento hasta el día de mi boda todo se me aparece como un torbellino, porque no consigo recordar como llegué a ese punto sin retorno. Y, una vez casada, no hubo escapatoria.

Aquella mujer era un témpano de hielo, una mala pécora. Un miembro destacado de la liga femenina, una seguidora a ultranza de los mandatos de la Iglesia y de su confesor. Un cura de mirada aviesa, con la cara de un tono blanquecino repugnante, que siempre andaba calentándole la oreja a mi suegra mientras no me apartaba su asquerosa mirada del trasero, amén de tocarme más de lo conveniente. Siempre buscaba la oportunidad de sobarme. Eso si, muy ladinamente, para que nadie se percatase de que andaba más pendiente de las necesidades de la carne que de los designios divinos.

Recuerdo con especial desagrado una cena de navidad. Al cabestro se le ocurrió la feliz idea de alardear ante su familia de lo bien que nos iba y, para ello, no dudó en gastarse toda la paga extra en angulas. Al muy hijo de puta no había manera de hacerle entender que, para quedar bien y que los comensales quedasen satisfechos, tendría que comprar, al menos, 5 kilos de las famosas angulas. El muy lerdo debió de creer que el manjar en cuestión tenía el tamaño de una merluza, asi que, cuando vió que más bien eran gusanillos se le quedó una cara de gilipollas digna de un anormal.

Asi que nos presentamos en aquella casa, donde ya me veía yo peleando con aquella panda de alimañas. La fiera corrupia de mi suegra, fiel a su tacañería, había comprado lo mínimo, contando con que el palurdo del cabestro traería lo suficiente para alimentar a aquella panda de cerdos repugnantes.
Yo no veía llegar el momento de enseñarles el producto en cuestión. Cuando aquellos gañanes vieron las famosas angulas se quedaron estupefactos. No sabían si aquello era una broma o iba en serio. Incluso uno de ellos tuvo la feliz idea de compararlas con las lombrices que le salían del culo cuando cagaba.
Aquello terminó por joderme el estómago y la cena porque solo el imaginar que aquellas angulas pudiesen haber salido del trasero de uno de ellos me producía arcadas.

Finalmente, entre lo poco que mi suegra compró, lo que llevamos nosotros y lo que conseguimos comprar a última hora, pudimos preparar una cena medio decente.
Cuando hubo que preparar las jodidas angulas, mi suegro, que se las daba de hombre de mundo, dijo que a esos bichos se les cortaba primero la parte donde tenían los ojos y, ni corto ni perezoso, el mamarracho de mi marido se puso, con las manos sin lavar y las uñas llenas de mierda, a decapitar las preciadas angulas.
Entonces no pude reprimir un grito. No solo por el asco de ver aquellas asquerosas manos sino porque, la paga extra que yo debería haber empleado en otros menesteres, se estaba desintegrando en aquella decapitación masiva.

Finalmente tuve que preparar yo las putas angulas no sin antes explicarles que no había ojos ni hostías que arrancar. Aquella panda de mamarrachos no había comido en su vida otra cosa que garbanzos, judias y sopitas aguadas. Comidas que les producían unas flatulencias sonoras y nauseabundas, pútridas y repugnantes y que yo tendría que soportar durante muchos años con resignación  y estoicismo.

Aquellas navidades ellos comieron angulas por primera vez, angulas que yo cociné y que debieron de quedar deliciosas a juzgar por como las engullían, y esa fué la última que las caté yo. Desde aquel día he sido incapaz de comerlas, no solo por lo prohibitivo del precio, sino porque, indefectiblemente, es ver el sabroso manjar y visualizar ante mis ojos los culos peludos del cabestro y su puta familia cagando gusanos por sus peludos anos. 

Ahora, en vez de angulas, procuro abandonarme al deleite de saborear buenos solomillos de buey poco hechos y en compañía de algún cuerpo donde abandonarme a los pecados de la carne.

PD: Con cariño para Nana, que a buen seguro reconocerá la historia de las angulas si rebusca en lo recóndito de su memoria más infantil.

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