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DEL REY DE LOS CERDOS Y LOS RAYOS ULTRAVIOLETA





Es tremendo ver como pasa el tiempo sin que apenas nos demos cuenta. Eso ratifica mi creencia de que, siendo la vida tan corta como es, uno ha de aprovechar cada momento y disfrutar en esta vida todo lo que uno pueda porque yo, a pesar de las enseñanzas que recibí en mi mas tierna infancia, no creo en la vida eterna ni la vida más allá de la muerte y, mucho menos, que esta vida, la que ahora estamos disfrutando, tenga que ser un valle de lágrimas, un mero paso de sufrimiento y penurias para ganarse ese tan prometido cielo y del que nadie ha vuelto para contarnos sus bondades.
Es más, a estas alturas de mi dilatada vida, no me creo eso de que hay un cielo que nos espera, más que nada porque observo de cerca a esos orondos y rellenos miembros del alto clero y no veo que ellos penen ni se priven de ningun placer aquí en la tierra.

Y como, a donde fueres haz lo que vieres, pues yo, viendo como los eclesiásticos disfrutan de esta única vida que conozco, hago lo propio, a saber: como, duermo, río y follo como si cada día fuese el último.

Y dicho esto, que no se a que viene a cuento, pero aquí está no me queda más que disculparme por mi dilatado abandono de ésta, mi casa, y de ustedes que me reclaman de vez en cuando.

En mi descargo solo puedo decir que estos meses he tenido mucho más trabajo con los puercos del que pensaba y...¡ que coño¡ pues que he andado entretenida con cierto mozo que me tenía ocupadisima en los tiempos muertos que me daban los cerdos.

No obstante, ya les daré detalles de mis andanzas pero primero terminaré por contar la historia en la que andaba metida la última vez que pasé por aquí.

Lo primero decir que me llevé tremenda alegría cuando me enteré de que Quinín se había salvado y de que el puerco vivía a cuerpo de rey en una aldea donde campaba a sus anchas. Que vive tan bien que no se si decir que el dicho hay que darlo la vuelta y empezar a decir que los reyes viven a cuerpo de cerdo. Y si, ya se lo andan algunos pensando. Que hay cerdos que parecen reyes y reyes que parecen cerdos pero no seré yo quien entre en esa polémica.

Si mal no recuerdo estaba contando el verano aquel que pasé en Benidorm junto al cabestro y mis cinco hijos. Andaba yo diciendo que me pasaba las mañanas rezando para que el cerdo de mi marido se ahogase en plena orilla y así poder librarme de tamaño infame. Pero, como siempre que uno lo necesita, dios no escuchó mis plegarias, aunque bien es verdad que cuando te cierra una puerta te abre una ventana. Aunque he llegado a la conclusión de que debe abrirla para que nosotros, pobres mortales, saltemos en plena desesperación y acabemos con tanto sufrimiento.

Lo cierto es que aquellas vacaciones fueron esperpénticas. Yo no veía el momento de volver a la tranquilidad de mi hogar. Bueno, si no tranquilidad, al menos si monotonía. Desde luego era mucho menos vergonzoso saber que el cabestro se iba de putas, ¡pobres¡, que verlo babear detrás de las suecas que se paseaban por aquellas playas y que no le hacían el menor caso.

Gracias a dios o, más bien, a la dependienta de una tienda a pie de playa, la solución a mis desdichas vino de la mano de aquel frasco con olor a coco y con unos pequeños limoncitos colgando del tapón a modo de adorno.


Mis hijos, que desde luego nunca han tenido demasiadas luces, herencia del cabrón del padre, no dejaban de envidiar los torsos morenos de todos los jóvenes que se paseaban junto a aquellas suecas. Pensaban, los muy imbéciles que todo el éxito de aquellos maromos en las artes del ligoteo playero residían en el mayor o menor grado del moreno de la piel.
Pobres infelices. Aún hoy siguen sin entender que una mujer se fija en un hombre no solo por su físico, sino por su inteligencia. Bueno y otras se fijan en la cartera, pero esas suelen ser putas muy listas. Lástima que yo no hubiese sido una de ellas y que ahora me pille ya tan vieja. El caso es que el cabestro y mi prole estaban blancos como la leche. Lo único que lucían moreno eran el careto, el cuello, y los brazos. Ese moreno que los graciosos les da por llamar agroman y que, desde luego, no va desencaminado, porque mira que eran "agro" los seis. Más agro que las amapolas.

El caso es que recibieron esos frascos de aceite como quien recibe el maná en el desierto y cada mañana se embadurnaban el cuerpo con el, desprendiendo un olor tremendamente agradable y dulzón. He de reconocer que su olor a coco era tremendamente embriagador pero que, al formar aquella simbiosis con el cuerpo nauseabundo del cabestro, ha dejado una marca indeleble en mi memoria. Hasta el punto de que no puedo entrar a una de esas tiendas del Yves Rocher, esas que venden cremas con olor a coco, porque es percibir ese aroma y aparecerseme el tripón y el cuerpo deforme y vomitivo del cerdo de mi ex en pelotas por aquellas playas.
Y es que hay cosas que una no puede superar. El muy cabrón, junto al mejunje aquel, se compró un bañador con estampado de leopardo. Un bañador de esos que marcan el paquete. Tremendamente ajustado. Yo creo que fue una venganza de la dependienta, que harta de aguantar sus babosadas, le vendió aquel modelito, tres tallas más pequeño, solo para reirse de él y para conseguir provocarle alguna infección urinaria. Porque cuando se quitaba el bañador aquel llevaba la marca de las gomas en todos los huevos y practicamente en la punta de la verga.

Pero él se paseaba por la playa, intentando meter aquel buche peludo, sin resultado, claro está. Con su piel blanquecina y reluciente y aquella barriga y su espalda cubierta de pelos negros y repugnantes. Se embadurnaban los seis con aquel aceite y se paseaban playa arriba, playa abajo, como si fuesen el mismo Paul Belmondo en la Riviera francesa. Con aquel bañador ínfimo y ridículo y paquete de bisonte sujeto por el bañador junto a la cintura.
Los muy lerdos tenían el convencimiento de que, despidiendo aquel olor, y brillando cual cerdos untados de mantequilla antes de ser asados sobre unas buenas ascuas, se llevarían a aquellas suecas al huerto. Pobres infelices.

Sobra decir que eran el hazmerreir de aquella zona de playa. Yo intentaba esconderme bajo mi enorme sombrero de paja y jugueteaba con la idea de que fuesen barridos por una ola gigante que los borrase de aquella playa, cual tsunami oceánico, pero ni por esas.
Lo cierto es que el milagro llegó cuando menos lo esperaba. Llegadas las dos de la tarde me extrañé de que mi asquerosa progenie y el cerdo de su padre no hubiesen hecho acto de presencia reclamando atiborrarse de comida y cerveza.
Intenté otear entre la multitud y solo podía ver un montón de bellezones rubios de largas piernas y empitonadas tetas en plena algarabía y a risotada limpia. Yo no entendía aquel jolgorio y pensé que debía haber alguna especie de titiritero montando un numerito. Cual no sería mi sorpresa al ver acercarse 6 cuerpos en la lejanía, deslumbrando con un rojo sangre que hacía daño a la vista.
A medida que los seis cuerpos se acercaban, con una sonrisa bobalicona en la cara, he de confesar, me di cuenta de que eran esos 6 hijos de puta que me amargaban la vida desde tiempos inmemoriales. Los muy tarados se habían achicharrado de tanto untarse aquel aceitazo, con el agravante de sus múltiples paseos en busca de la sueca perfecta. Eso, junto al hecho de que solían salpicarse agua como subnormales mientras jugaban en la orilla intentando provocar choques accidentales con las turistas para tocarles las tetas, habían conseguido potenciar los efectos solares de tal manera que su aspecto era el del mismo San Isidro labrador en plena parrilla atea.
No recuerdo que me dejó más perpleja, si las quemaduras de tercer grado con despellejamiento y ampollas de la piel incluídas, o el estado de catatonia conjunta que tenían los muy lerdos al ver la atención que despertaban entre las jacas playeras.
Finalmente, cuando se les pasó el estado de alucinamiento conjunto amén del calentamiento de huevos pertinente (huelga decir el dolor de los mismos que tuvieron durante días después del tremendo calenton y no poder desahogar sus bajos instintos) entraron en un estado de lamento continuo por el dolor y las punzadas que les daban las quemaduras en todo su cuerpo.
Tuve que acompañar a los seis al servicio de urgencias, donde los médicos se dedicaron ha hacerles un monton de fotos con el fin de documentar un estudio sobre los efectos nocivos de la toma de baños de sol constante.
He de decir que el resto de las vacaciones se las pasaron tumbados en el apartamento, cubiertos por paños de agua con té, profiriendo alaridos cual cerdo degollado por buen matarife, mientras yo tomaba mis baños de sol y disfrutaba, por fin, de mis merecidas vacaciones. Y, lo que son las cosas, quiso Dios o quien quiera que fuese, que conociese en esas playas a un maromo de tomo y lomo con el que, por primera vez en mi vida, forniqué como el señor me trajo al mundo, sobre la arena húmeda de Benidorm bañada por las olas del mar. Eso si, sufrí las consecuencias. Un leve escozor en las ingles y la entrepierna de tanto roce con la arena, y es que el bigardo embestía con la fuerza de un toro de lidia.
Y con esto me despido hasta la próxima, no sin antes invitarles a visitar el nuevo sitio deonde escribo mis cosillas, menos autobiógraficas pero igualmente cosas que una piensa humildemente sobre la realidad de la vida. Unas buenas samaritanas me han dejado un hueco en su web y ahí dejo mis pensamientos, por si alguno de ustedes los comparte y quiere dejar su opinión. Espero verles por allí. Solo tienen que ir buscando el conejo de la Salus.
Cuidense.







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