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DE TORTILLAS, PREMIOS Y TORTILLERAS

Premios 20Blogs Me he presentado a un concurso. Ya se que es una locura y desde luego no es muy propio de mi, pero me han contado que hay un suculento premio y me he dicho: ¡que coño, Salustiana¡ Ya se que es muy difícil que gane pero también es difícil que gane a la lotería y juego. Es más, hay más posibilidades de que te parta un rayo que de que te toque la lotería, que lo leí yo hace un tiempo.


No es que crea en la suerte pero de vez en cuando llega. Y es que ese dinero me vendría de perlas para darme unas buenas vacaciones.

Es la segunda vez que me presento a un concurso. La primera vez fue hace muchos años. Todo el mundo alababa mis tortillas de patata. Cada vez que venía alguien a comer a casa decían que eran las mejores tortillas del mundo. El cabestro se hinchaba como un pavo, todo orgulloso, como si el que hiciese las tortillas fuese el mismo. El muy cabrón creía en conciencia que, como yo era una especie de posesión suya, pues todos mis méritos no dejaban de ser sus méritos. El muy hijo de puta, que no sabía hacer ni un huevo frito.

Tal era su orgullo que no dejaba de presumir de mis dotes en la cocina y, de paso, dejaba caer que no fue hasta que nos casamos que yo no empecé a cocinar como dios manda, porque él tuvo que darme unas lecciones básicas para que supiese hacer los platos tal y como los cocinaba su santa madre. Eso si, siempre acababa la frase con la misma coletilla: "claro que, como mi santa madre, ella no ha conseguido cocinar nunca, pero es que mi madre era única, con ella rompieron el molde".

Su madre, menuda zorra. Una arpía con cara de bruja que me amargó la existencia hasta el día que estiró la pata. Recuerdo que ese día fuí a la iglesia, pero no a rezar por su alma, como creía el cabestro, sino a ponerle diez velas a la virgen por haberme hecho el milagro de librarme de tamaña fiera corrupía y, de paso, pedirle que la dejasen un buen tiempo en el infierno para que se quemara las cuencas de los ojos. A punto estuve de gritarle al cura que me montara allí mismo, en pleno altar, solo para celebrar la alegría que me había producido el óbito de la susodicha y, de paso, darle un gusto al cura, que no dejaba de mirarme las tetas, a mayor gloria de nuestro señor en las alturas.

Pero ya tendré tiempo de hablaros de mi suegra. El caso es que al cabestro, empeñado en colocarse los laureles, me apuntó a un concurso de tortillas en el barrio sin haberme consultado. A mi no es que me disgustase la idea pero me daba pavor pensar que, precisamente esa vez, podía no quedarme tan sabrosa como de costumbre.

Llegado el día del evento me dispuse a hacer la dichosa tortilla. Allí estabamos todas las mujeres del barrio vestidas con nuestras mejores galas esperando el veredicto. Mientras ellos se dedicaban a beber vino, nosotras teníamos que sonreir cada vez que alguien del jurado cataba nuestra tortilla. Yo que quería salir corriendo y no dejaba de pensar que como no ganase aquel dichoso concurso iba a tener gresca durante quince dias con aquella bola de sebo peluda, o lo que era peor, si ganaba, el muy cabrón se pasaría los días queriendo refocilar conmigo a todas horas con la excusa de celebrar la victoria.

Finalmente dieron el veredicto y la tortilla ganadora fue la mía. Yo me quedé con cara de pánfila y un gesto de terror contenido. Me esperaba una noche horrible, con aquel asqueroso entre mis piernas jadeando como un cerdo, aguantando sus babosadas y ese olor fétido que siempre lo acompañaba. Él, en cambio, estalló a gritar como un loco mientras su cara se ponía roja como un tomate y se estiraba los tirantes, con los pulgares, una y otra vez. Aquellos horribles tirantes con la bandera rojigualda que tanto asco me producían. Yo no dejaba de rezar para que aquellos tirantes se soltasen y le diesen en plena cara para ver si, de aquella manera, dejaba de pegar berridos como un cerdo degollado mientras me palmeaba el culo ostentosamente delante de todo el vecindario. Por un momento llegue a imaginarmelo ahorcado con ellos, todo muy patriotico, con esos tirantes tan afectos al régimen, y con el himno de España como música de fondo.


Sobra decir que el pedazo becerro andaba bastante mamado a esas alturas del evento asi que no se percató del ridículo que estaba haciendo. Tan solo le cambió el semblante cuando me entragaron la placa y leyeron la inscripción en alto. Al hijodeputa se le cortó la borrachera de golpe: "A la mejor tortillera del barrio"

Yo no me percaté de nada en un primer momento porque seguí absorta en esa imagen nauseabunda de mi marido montándome, pero luego las risas me devolvieron a la realidad. Los vecinos se reían y aplaudían mientras a él le daban palmaditas haciendo chistes fáciles y un tanto asquerosos sobre la placa en cuestión y mis preferencias sexuales.
Sus amigotes, esos con los que se iba de putas por las noches y a misa de doce los domingos, no dejaban de palmearle y de decirle burradas tales como que ahora se explicaban porque visitaba tanto el burdel, que quizás "la parienta", osea yo, no cumplía en la cama de la manera tan ardiente que se esperaba de una mujer, y zarandajas por el estilo.
A mi aquello, lejos de ofenderme, tan solo me molestó. Nunca me ha gustado ser motivo de chanza de nadie y mucho menos de una panda de capillitas franquistas, beodos y puteros. Lo que si me molestó fue la sonrisita de sorna del panadero, que no dejaba de mirarme y sonreirse como si me hubiese pillado en una falta tremenda.
Que me diese asco fornicar con la bestia parda de mi marido era una cosa pero que se pusiese en duda mi fogosidad o la atracción que sentía por los hombres, era otra muy distinta.
Harto de fingir con sus amigotes y de aguantar el chaparrón el muy gilipollas me agarró del brazo y me sobó ostentosamente el culo mientras, a voz en grito para que todo el mundo lo oyese, dijo que me llevaba a casa para "asegurarse" de que su mujer cumplía como la hembra que era.
Una vez en casa al cabestro le cambió el semblante. Empezó a bufar como una mala bestia y a gritarme que de buena gana me follaba en mitad de la plaza para que esos rufianes supiesen con quien se jugaban los cuartos. El muy infeliz se sentía humillado, como si el premio hubiese sido una afrenta a su hombría, y creía firmemente que ésta se vería restablecida si me ponía a cuatro patas delante de todo el vecindario. Menudo infeliz.
El muy cabrón sabía que eso no podía hacerlo y no se le ocurrió nada mejor que bajarse la cremallera del pantalón y gritarme que ya podía ponerme de rodillas y cumplir con mis deberes conyugales. Juro por dios que aquello superó con creces todas mis pesadillas y temores. No solo había tenido que aguantar todas las hijoputeces de sus amigotes sino que, además, pretendía que le chupase esa verga asquerosa y sucia, porque a buen seguro no es que no se hubiese duchado, que no lo había hecho, sino que, además habría estado montando a alguna de esas pobres zorras a las que martirizaba con su asqueroso vergajo.
Rapidamente busque una buena excusa para no tener que ponerme de rodillas a succionarle el miembro y lo único que se me ocurrió fue decirle que tendría que confesarme con el cura al día siguiente y ya sabía él que el cura no era muy discreto con determinados temas y acabaría por pedirle cuentas a él mismo o por contarle a todo el mundo las guarradas que me pedía que le hiciese. Que recordase lo que la iglesia decia sobre el sexo, que no es por vicio ni por fornicio.... le sonreí y para convencerle le propuse hacerle la mejor tortilla que hubiese comido en su vida.
Me miró con la cara desencajada y con un bufido furibundo me espetó en plena cara que, a partir de aquel día, las tortillas las haría él. Ni que decir tiene que solo hizo una tortilla o al menos lo intentó. El muy subnormal, intentando dar una lección a mis cinco hijos, decidió lucirse en los fogones y, en vez de dar la vuelta a la tortilla como todo hijo de vecino, decidió lanzarla al aire para voltearla, como si fuese un malabarista. Aquella noche no comimos tortilla, ni ninguna otra. La del cabestro quedó pegada en el techo durante unos segundos para caer sobre su cabeza, poco después, hecha trozos chorreando huevo. Yo jamás volví a hacer una tortilla mientras viví junto a ese pedazo de animal.
Lo que si hice al día siguiente fue ir a comprar el pan bien temprano. Allí estaba, en la trastienda, el panadero, con las mangas subidas y manchado de harina, amasando el pan. Me miró con la misma sonrisa burlona y me preguntó que donde residía el secreto de mis tortillas. Me di media vuelta y cerré el pestillo de la puerta. Me dirigí hacia él, le miré muy de cerca, y le contesté que el secreto era en saber como darle el punto a los huevos cuando los montas.
Por un momento el no supo que decir y yo aproveché su desconcierto para subirme a horcajadas sobre él. Aquella mañana probé en mis propias carnes la fuerza que requieren unas manos para amasar el pan como dios manda y al panadero no le quedaron dudas sobre mis preferencias sexuales ni sobre la destreza de mis manos ya fuese batiendo o en otros menesteres.
Aun guardo aquella vieja placa. La tengo en el cajón de la cómoda, junto a mis bragas. De vez en cuando la miro aunque solo sea para recordar lo bien que sienta revolcarse entre un montón de harina con un hombre fornido y duro por los cuatro costados, y para dar gracias a dios por no haber seguido con ese asqueroso barrigón porque, de haber sido así, no me duelen prendas decir que hubiese llevado a mucha honra el cartel de tortillera, porque hubiese preferido acostarme con cien mil mujeres antes que con aquel guarro impenitente, eso si, después de haberme beneficiado al de los panes.

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