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DE ECONOMÍA Y DESGARROS ANALES

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Al párroco de mi pueblo, en sus sermones dominicales, le ha dado por alertar del pecado y la concupiscencia que esconden estos "aparatos, hijos del demonio", los ordenadores y eso del internet. Yo me sonrío descaradamente, mientras cruzo mis piernas, luciendo mis muslos a la par que a él se le salen los ojos de las órbitas. Sigo disfrutando como una mala puta cuando el cura se empalma.



Me pareció exagerado ese ataque a una simple máquina donde uno encuentra tantas cosas curiosas y donde, yo misma, doy rienda suelta a mi lengua y mis recuerdos y, de paso, me despacho agusto contra tantos prejuicios y tantos años de oscurantismo y represión marital.

Pero he de reconocer que algo de razón tenía el párroco porque ayer mismo descubrí un blog donde un tal Vinicio escribía unas cosas que me produjeron un placer inusitado. El latiquillo de gusto que me corrió por las vértebras me hizo sentir tremendamente excitada.

Resulta incomprensible que una mujer como yo, que solo cree en las relaciones un tanto tradicionales, pueda sentir este nerviosismo en el estómago cada vez que leo a este desconocido, pero es que es mi alma gemela.


Leyendole recordé algunas cosas de mi pasado que, si bien ahora no dejan de tener su gracia, por aquel entonces me producían un gran pesar, amén de buenas escoceduras en las posaderas.


Contaba este hombre experiencias con el uso del papel higiénico de hace años. Aquel papel que llamaban "elefante" y que algunos de vosotros, jovenes amigos, no habreis sufrido en vuestros tiernos culos.

Era ese papel tieso como la mojama, de color marrón, que se usaba para envolver los churros y las porras. Aquel papel era el más barato y el único que existía, pero tiempo después aparecieron los de celulosa suave. Recuerdo con especial dolor ese papel por su dureza y por la tortura que suponía limpiarte el trasero después de defecar.


Una se buscaba trucos para pasar el mal trago y arrugaba un trozo de papel para domarlo y reblandecerlo pero ni por esas. Cuando surgió ese nuevo invento de la celulosa no pude contenerme y compré unos rollos a pesar de lo caros que eran. Cagar se convirtió en un placer y no dejaba de pasarme el papel por el culo solo para sentir esa suavidad donde antes solo había escozor y tortura. Cuantas lágrimas he derramado a causa de ese mal trago que suponía el tener que evacuar.


Pero que poco dura la alegría en casa de los pobres. Tuvo que venir el cabestro, cabrón impenitente, a destrozar aquel momento de relajo y distendiemiento. Y es que, si algo aprende uno con los años, es que hay cosas sagradas, entre ellas el cagar a gusto.


Al saber del precio de los rollos de celulosa, el muy hijo de puta, montó en cólera. Aquello suponía un incremento en los gastos de la compra y por ende un recorte en el dinero ahorrado y la imposibilidad de pasar agosto en Benidorm, su máxima ambición en la vida.


El muy cerdo no dejaba de frotarse las manos y la verga, todo hay que decirlo, pensando en todas esas suecas luciéndo minúsculos bikinis e, incluso, haciendo top less. Esa nueva moda de las extranjeras, algo que en misa mi esposo condenaba ferviertemente pero que, en la intimidad del burdel, con sus amigotes, no dejaba de alabar.



Yo que aguanté estoicamente durante un tiempo los sufrimientos provocados por tremenda estraza no pude soportarlo más allá del tercer parto. El tercero de mis vástagos, con su tremendo cabezón, igualito al cabezón del hijoputa de su padre, me había regalado tremendas almorranas que sangraban virulentamente ante el contacto del papel de marras.


Aquello era como pasarse una lija del 40 por el mismo agujero del culo y, entre sollozos y bufidos, cual Escarlata O´Hara con un puñado de tierra en el puño, en mi caso un trozo de papel ensangrentado y enmierdado, me dije que nunca más sufriría los tormentos de tamaño castigo.


Seguí comprando el papel a escondidas y cada vez que me limpiaba las nalgas sentía una sensación de triunfo, mientras mis vástagos y el cerdo de su padre seguían lijando su apestoso y peludo trasero con aquel papel infame.



Aquello era una penitencia que, lejos de llevarles a la redención y purificación divinas, les iba a llevar derechitos al hospital, eso si, luego a Benidorm, para babear lo indecible ante aquel harén de suecas.



Pero antes de que ellos llegasen al hospital yo perdí los nervios y me planté. Aquello llegó a un límite imposible de aguantar, porque la bestia parda, cada vez que cagaba y usaba ese papel, se pelaba el pandero de tal manera que la taza del bater se llenaba de una maraña de pelos negros repugnantes que luego tenía que limpiar yo. Cierto es que durante un tiempo su culo adquirió un aspecto algo más normal pero prefería que siguiese teniendo esa apariencia repugnante y asquerosa antes que tener que recoger sus putos pelos cada vez que cagaba.


Era tal su obsesión por pasar el verano viendo mujeres con las tetas al aire que caga vez que veía el papel de lija se corría del gusto, literalmente, dejando unos manchurrones repugnantes en sus calzoncillos y pantalones. Durante algún tiempo tuve serias dudas sobre su estado mental. A menudo lo veía entrecerrar los ojos mientras un hilillo de baba le caía de la boca y sostenía entre sus dedos un pedazo de aquel papel asqueroso.



Entonces comenzaban a temblarle ligeramente las rodillas y a enrojecersele la cara de becerro. Jadeaba como un puerco asqueroso y se corría en cualquier parte de la casa, vestido, de pie, como si tal cosa, sin apenas percatarse de que estabamos los demás delante.

Los cinco hijos de puta que parí le reían la gracia y aplaudían y vitoreaban al cabestro como si fuesen a sacarle a hombres de la plaza.



Supe que aquello tenía que terminar. No iba a pasarme, hasta que llegase agosto, soportando las corridas espontaneas ni los jadeos del cabestro y, mucho menos, iba a pasarme los días limpiando los pelos de aquel culo que parecía el de un gorila. Me armé de valor y llevé los rollos que quedaban a la churrería del barrio amenazando con dilapidar el sueldo en el bingo todas tardes y recomendandoles que si no querían usar el papel que yo traía siempre podían marchar al campo a limpiarse el trasero con un canto rodado, como hacía padre en el pueblo cuando no existían las tazas del bater, y padre siempre llevo su culo limpio y sin padecer dolores.



Aquel verano fuimos a Benidorm, capítulo que dejo para otro día, a pesar del gasto en celulosa, y conseguí dejar de ver, al menos por un tiempo, aquellas manchas viscosas y blanquecinas churreteando en los pantalones del puerco, pero lo que no he podido evitar es superar lo de los pelos. A veces, cuando veía la bola de billar que tiene por cabeza me acordaba de aquel derroche capilar y le decía, con toda la mala leche, que más le hubiese valido recoger él aquellos pelos y haberse fabricado un buen peluquín.



Afortunadamente ya ha pasado el tiempo y ahora me río de aquellas cosas y me desquito a lo grande porque ahora cuando cago procuro usar del papel más caro y además perfumado, cago a gusto y con gran relajo, como han de hacerse las cosas serias e importante de la vida, porque ya se sabe: comer y cagar, todo es empezar.

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