Container Icon

Seguidores

DE SARRO, BARRIGONES Y PIES SUDADOS






CONTINÚA...









Finalmente me lanzó sobre la cama, ya desnuda y agotada de tanto forcejeo, y decidí que mejor dejarme facer antes que perder la vida en tremenda pelea, porque aquello parecía un combate entre animales salvajes y yo solo quería acabar con aquella horrible peripecia.
Poco imaginaba yo que aquello solo acababa de empezar.

Me quedé sobre la cama en cueros, tal como mi madre me trajo al mundo, con los ojos muy abiertos, esperando su próximo movimiento y pensando que tal vez se había vuelto loco y yo sin saberlo. Se desnudó por completo y pude ver con total exactitud el tamaño de su enorme y asqueroso barrigón, porque no había apagado la luz. Yo hice ademán de hacerlo porque prefería pasar aquel mal trago sin tener que verle la cara de bestia parda que tenía pero me lo impidió.

-Espera, que aun falta la sorpresa que te tengo reservada, pequeña zorra.

Era la primera vez que ese pedazo chancho me llamaba así, y le brillaron tanto los ojos al decírmelo, que supe inmediatamente que aquello no podría llegar a buen término.
Se avalanzó sobre mi y me embistió de una manera iracunda y asquerosa. Me llegaba un hedor nauseabundo pero no acertaba a saber de donde venía. Igualmente él se empeñaba en fornicarme de una manera salvaje, cual puerco repugnante en época de celo, pero su cabeza no hacía otra cosa que girarse hacía la derecha y hacia arriba, dando la sensación de que estaba en escorzo o retorcío y yo solo podía pensar en averiguar porque demonios no dejaba de mirar hacia el techo con el cuello de aquella guisa.

Por un momento me vino la imagen de aquella niña de el Exorcista que giraba la cabeza mientras vomitaba sobre un cura, y fue cuando me di cuenta de que aquello era una señal y de que el demonio debía de andar metiendo baza en todo aquello.

Entre tanta embestida, tanto gritarme -¡chilla zorra inmunda¡- y aquel olor asqueroso, no conseguía entender muy bien que estaba pasando. Aquel olor no dejaba de marearme. Era un olor a queso rancio, como a cloaca o moho revenido, y, entre el olor, las embestidas, sus gritos, sus ojos de loco desaforado y el peso de su enorme barriga, creí perder la consciencia.

Fue entonces cuando levanté la vista al cielo para rogarle a dios que acabase con ese tormento y entonces lo comprendí todo. Miré por fin hacia el espejo, cosa que no había hecho por miedo a encontrarme el espíritu de mi santa madre mirando como el hijodeputa del marrano refocilaba sobre mi. Allí arriba estaba reflejada una escena nauseabunda y esperpéntica.

Yo misma, de la que solo aparecía el reflejo de mi rostro desencajado y estupefacto y, sobre mí, el cuerpo sudoroso y tremendo de mi "amado" consorte, cuyo culo y todos sus negros pelos pude apreciar con todo lujo de detalles. Aquel culo se meneaba como si le hubiesen clavado aguijones. Se meneaba arriba y abajo mientras sujetaba mis piernas que ya me dolían de estar tan espatarrada. Y fue cuando pude descubrir de donde venía aquel tufo a muerto.
El muy asqueroso, el muy espeso, no se había quitado los calcetines. Con las prisas del furor sexual ibérico el muy marrano se había despojado de toda la ropa excepto de sus apestosos y raídos calcetines.


Aquellos calcetines que me costaba dios y ayuda convencerle de que los echara a lavar, al menos tres veces por semana. Aquellos calcetines que si los dejabas de pie se mantenían tiesos, como "tiesa" me iba a quedar yo si seguía respirando los efluvios asesinos de sus malolientes pies. Ese olor que se dispersaba por la habitación a causa del trajín...

Y entonces ocurrió un milagro. De su boca salió un berrido furibundo mientras yo me encomendaba a todos los santos del cielo viendo aquella escena reflejada en el espejo. Pensé que por fin había acabado y entonces, justo cuando iba a rematar la faena, el espejo, no se si debido al alarido del cenutrio que tenía entre las piernas o a lo chapuzas que era el cabronazo, se desplomó sobre sus costillas y su cabezón haciéndose añícos sobre su cuerpo. Saltó de la cama, como alma que lleva el diablo, cual gorrino degollado, chorreando sangre por todos lados, como si le hubiesen seccionado la yugular en una matanza.


De aquella peripecia me quedó un dolor de pelvis increible, el susto en el cuerpo, y la certeza de que nunca más tendría que poner un espejo en ninguna parte. El cabestro se pasó unos meses sin molestarme ni solicitar que cumpliese con mis obligaciones conyugales y yo perdí ese miedo irracional a los espejos. Sigo teniendo los justos y necesarios pero cada vez que paso por delante de alguno no puedo por menos que reirme a carcajadas.
Jamás me propuso ninguna otra recreación de escenas subiditas de tono. Eso si, lo que no conseguí es que se cambiara de calcetines. Hay costumbres demasiado arraigadas.

  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS

PORNO, ESPEJOS Y HORTERAS




Siento una animadversión patológica hacia los espejos. Cuando era niña, mi abuela, que en paz descanse, tenía la casa llena de ellos. Yo pasaba de puntillas de habitación en habitación, con los ojos muy abiertos y pendiente del reflejo de cada uno de ellos. Siempre tenía la sensación de que no era solo mi reflejo el que se veía y que, algún alma en pena, también aparecía reflejado en ellos.



Por eso me negué a poner más espejos de los necesarios en mi casa. Uno en la entrada, otro en el baño y el consabido espejo en mi alcoba, justo encima de la cómoda. Me miraba en ellos lo justo y necesario para comprobar que mi ropa estaba en su sitio y para pintarme los labios, no fuera a ser que me los hubiera perfilado en demasía y, en vez de parecer una mujer decente, llevara los morros como las furcias a las que visitaba mi marido.
No deja de sorprenderme que yo, mujer educada dentro de la moral y creencias católicas, siempre hubiese puesto en duda las historias que contaba el cura de mi pueblo, incluso que dudase de la existencia del diablo, y que, en cambio, crea en historias de apariciones y de espíritus atormentados, a pies juntillas.
Ni se imaginan cuanto me costó convencer a mi marido para que no comprase un armario con puertas de espejos. Solo pensar que por las noches pudiesen rondar las almas en pena de todos mis familiares difuntos me ponía los pelos de punta. Tonta de mi pensé que el tema de los espejos quedaba ahí. Un simple capricho absurdo del cabestro, pero ¡que va¡ Aquello solo acababa de empezar.


Un buen día se presentó en casa con una sonrisa de oreja a oreja y llevando un ramo de claveles rojos y blancos. Son para ti, me dijo. Me quedé tan estupefacta que no alcancé a reaccionar ni mucho menos a vislumbrar lo que se me venía encima. Aquella noche se deshizo en galenterias y amabilidades que, lejos de ablandarme, me pusieron en guardia, ojo avizor, a ver que nueva barrabasada tenía prevista.


Ya llegada la hora de ir a la cama me enfundé mi camisón, hasta los pies, que no tenía yo el cuerpo para fiestas ni el coño para ruidos, y mi sopresa fue mayúscula al comprobar que el cabestro ya estaba metido en la cama y aparentemente en pelota picada. Eso si, con una extraña sonrisa que le dejaba a la vista todos los dientes podridos y que me producían una repugnancia soberana.


Con gran destreza me metí en la cama a la par que apagaba la luz y, sin que fuese mi intención, le rocé brevemente uno de sus repugnantes pies. Él, que debió de interpretarlo como una invitación al refocile, se abalanzó sobre mi culo y me apretó fuertemente las tetas, mientras me decía pegadito a la oreja: ven acá, gorda mía que te voy a dar lo tuyo.


Yo, que no tenía el espíritu para algarabías, me giré y le espeté en plena cara que ya estaba soltando prenda y diciéndome que era lo que andaba buscando porque ya eran muchos años juntos y tantas zalamerías no me engañaban. Fue entonces cuando me soltó aquello de que le gustaría que pusiesemos un espejo en la habitación. He de confesar y admitir que no fui lo bastante perspicaz y que, con la sola intención de quitarmelo de encima, asentí y consentí con su petición a cambio de que me dejase dormir porque tenía una tremenda jaqueca.


Deberían haber saltado todas las alarmas cuando se quedó satisfecho y sonriente a pesar de mi negativa a sus requerimientos sobre mis obligaciones conyugales, pero estaba tan satisfecha de haberme librado esa noche de aguantarle cabalgando sobre mi, que no le di mayor importancia.

Al día siguiente comprendí cuan tamaño había sido mi error de cálculo. Al entrar al dormitorio conyugal, guíada por unos ruidos extraños, pude contemplar como mi esposo estaba encalomado a lo alto de una escalera, haciendo malabares y fijando al techo un enorme espejo.


De mi garganta salió un espantoso grito. Cuando conseguí dominarme atiné a preguntarle que demonios estaba haciendo y él, con cara de vencedor me dijo: querida, esta noche vas a comprobar en tus propias carnes las verdades del barquero.


Me marché del tálamo conyugal presignándome y rezando porque ningún alma en pena rondase esa noche ni cama. Poco me imaginaba que la única alma en pena esa noche sería yo.

El cabestro cenó muy rápido y me empujó literalmente hacia la habitación alegando que estaba cansado. Yo me dispuse a marcharme al cuarto de baño para darme mis cremas y ponerme mi consabido camisón pero no tuve tiempo.
Con una fuerza inusual, y con un hilillo de babas colgándole entre los dientes, me despojó de mi ropa con fuerza y me dijo que iba a enseñarme algo que había visto en nosequé película nueva que estaba prohibidísma.
Yo sentí mis piernas flaquear del susto y deduje que esa película la había visto en el picadero al que solía ir, pero no quise abrir la boca por no darle pistas de hasta donde sabía yo de sus andanzas.

Me levantó las faldas y me despojó de mi ropa interior con tal ferocidad que salí corriendo avergonzada cual moza virgen pero, lejos de disuadirle de su empeño, mi negativa y recato lo excitó de tal manera que el muy cabrón aplaudía entre embestida y embestida.




Continuará...

  • Digg
  • Del.icio.us
  • StumbleUpon
  • Reddit
  • RSS