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PROCESIONES







Este año he celebrado la Semana Santa como nunca. He disfrutado de las procesiones como han de disfrutarse, porque esta vez no he tenido que poner cara de recogimiento ni rostro compungido. Me he saltado la cuaresma a la torera. Basta de comer potajes de bacalao y garbanzos.
El potaje siempre tuvo un simbolismo en mi imaginario particular. A mi me olían a rancio, a putrefacto, a corrompido. El potaje despide tufo a capilla, a santurronería, a hipocresía y a falsa beatería. Quizás no soporto su aspecto ni su olor porque era el plato favorito del cabestro.

Invariablemente, cada semana santa tenía que cocinarlo todos los viernes de cuaresma para que él y sus cinco vástagos estuviesen en paz con dios y con todos los santos del cielo.

El muy hijo de puta me tenía prohibida la entrada de carne en casa y a mi se me hacía la boca agua viendo esos solomillos y esos pedazo filetones de buey en la carnicería. Pasaba por el mostrador de Casa Patricio con el alma en un ¡ay¡ solo de pensar en aquellos pedazos de carne sangrienta, pasados sobre las ascuas del carbón. Pero no había carbón sobre el que planchar nada. Tan solo un cabrón meapilas empeñado en salvar su alma de todos los pecados cometidos durante el año. El muy lerdo tenía la increible convicción de que si hacía abstinencia dios le perdonaría todas sus barrabasadas.


Como si dios fuese capaz de perdonar tanta estupidez y tanto hijoputismo. Yo me pasaba las dichosas fiestas sin poder escuchar la radio ni poder cometer ningúne exceso. Lo único bueno de esos días era que también llevaba a rajatabla aquello de los pecados de la carne. Para entendernos: no requería mis deberes como esposa y aquello era tremendamente alentador para mi.

No soportaba sus cabalgadas ridículas y sus pequeños extertores. Esos ruiditos que hacía cuando me montaba. Como si se estuviese ahogando, y la cara roja como un pimiento, que a veces me parecía que fuese a morirse de un momento a otro y yo me sorprendia pensando: no caerá esa breva, señor¡
A veces me imaginaba la escena: el sobre mi, despatarrado, y empujando y, de pronto, quedándose tieso con los ojos bien abiertos y con la lengua fuera, como los toros cuando los matan en la plaza. Y, entonces, me entraba una risa floja, y el muy gilipollas se pensaba que era de puro gozo, y se hinchaba como un pavo real, y andaba dandose aires durante tres días.

-Eh, Salustiana¡-me gritaba a la par que me palmeaba el culo con esas pedazo manazas- estarás contenta, eh? Menuda faena te he hecho. No puedes tener queja. Otras me quisieran para ellas asi que ya puedes cuidarme como me merezco.

¡Ja¡ Como se merecía. Pobre infeliz. Aquellos comentarios me producían la misma desagradable sensación que el potaje de vigilia: unas nauseas enormes y un revuelto en el estómago.
Luego, cuando El caudillo murió, como él decía, todo cambió. Para mal, decía el lerdo, porque no soportaba que ya no pusiesen esa música de sacristía a todas horas en la radio. Yo lo agradecí un montón. Ya estaba hasta los mismisimos pelos del coño de oir tanta música santurrona. Eso si, a lo de que abrieran los bares en fechas santas no le puso tanta pega el muy cerdo. Y es que estos católicos están todos cortados por el mismo patrón. Que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.

Se pasaba los cuatro días de fiesta de tasca en tasca, eso si, dandose golpes de pecho y diciendo a voz en grito, y para todo el que le quisiese escuchar, que como con Franco no se vivía, y que era una verdadera lástima que el Generalísimo se hubiese ido a morir ahora cuando más falta hacía una buena mano dura.

Dura, dura, decía el mamón. Él, que no había sabido en su puta vida lo que significaba la pablabra "dura", porque lo único que tenía dura era la mollera, el muy tarado.

Luego me arrastraba por las procesiones, incluso intentó que su cofradía, la del Dios del corazón ensangrentado, le permitiese ser costalero, pero aquel barrigón suyo y su fama de borrachín impenitente le precedían. No pudo ser. El caso es que siempre se vestía con aquella indumentaria de nazareno que a mi me ponía los vellos de punta. Incluso un día se empeñó en hacer los 12 pasos descalzo y después me tocó a mi curarle sus infectos y malolientes pies, con aquellos callos y aquellos sabañones, todo ensangrentados. Gritaba igualico a un cerdo cuando le trinca el matarife cada vez que le intentaba sacar las piedras que se le habían clavado entre los dedos. Eso si, con la excusa de desinfectarle las heridas, y con el miedo que le tenía a las gangrenas (a su madre le amputaron las piernas a causa de ella), me aproveché de lo lindo y me dediqué a empaparle los pies en alcohol de 96 grados durante tres días.

A mi me tocó limpiarle sus putos pies pero me lo cobré con creces. ¡Menudos alaridos salían de su garganta¡ Que yo puedo ser muy cristiana pero no comulgo con lo de poner la otra mejilla. El muy desgraciado se pasó los cuatro días "soplando" riojas mientras a mi me prohibía comer carne so pena de cruzarme la cara si detectaba el menor rastro de olor a carne chamuscada. Y yo que no soportaba esa puta manía de llevar a rajatabla tan absurda penitencia decidí tomarme la revancha.
Asi que, el último año, cansada de tanta soplapollez, me dije que si éste no quería chocolate, se iba a tomar dos tazas. O mejor dicho, me las iba a tomar yo y bien repletas y calentitas.

Filetes no entraron aquella semana santa, de eso puedo dar fé, pero entro un solomillo de primera. No tenía más de 40 años y estaba duro por los cuatro costados. Acostumbrada a traer el butano todos los jueves y aquel me dije que seríe el definitivo.

Según vi a mi marido salir camino del bar supe que era el momento perfecto. Aquel hombre era enorme y fuerte, con una mirada cetrina y oscura. Yo ya me había dado cuenta de que me miraba con lascivia y yo estaba más que dispuesta a saciar toda su furia. No hablaba demasiado pero tampoco importaba.

Aquel jueves no hizo falta decir mucho. Solo con mirarnos supimos cual iba a ser el desenlace. Yo no tuve más que acordarme de aquellas repugnantes uñas ennegrecidas y duras, retorcidas como demonios, y mientras que el butanero me embestía y me hacía gritar de gusto, sobre la mesa del cuarto de estar, mesa, por cierto, que su madre nos regaló por la boda ( y fuerte y recia, puedo dar fé de ello) yo me descojonaba viva solo de pensar que me iba a cobrar una embestida por cada asquerosa uña, por cada filete que no me había dejado comerme en años.
Aquella semana santa no necesité pasar ningún pedazo de carne por ningunas brasas. La carne la puso aquel hombre cuyo recuerdo de su "virilidad" todavia me sobrecoge y las brasas ya os podeis imaginar donde estaban bien encendiditas.
Eso si, os puedo asegurar que aquella semana santa el potaje me salió como dios. Un verdadero milagro. Lo que a fecha de hoy no puedo olvidar es aquella mesa. Desde luego ya no las hacen como las de antes.

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BRAGAS Y VOTACIONES

El Padre Don Leandro
Ayer me tocó ir a votar. Menos mal que ya me había empadronado. Me aseé y me puse unas bragas limpias. Un acto de tanta envergadura no se merecía menos. Para una mujer de mi edad y mi educación llevar las bragas limpias es de suma importancia. Mi madre siempre me preguntaba, antes de que saliese de casa, si me había cambiado de ropa interior y si me había lavado el culo, y, si tenía la más ligera sospecha de que no era así, se cercioraba de que mis bragas fueran impolutas y de que volviese a lavar mis partes.
La buena mujer decía que no importaba el aspecto que tuviesemos por fuera. Si uno llevaba la ropa interior nueva y limpia denotaba que era una persona de orden y de buenas costumbres. Las bragas rotas y sucias eran propias de putas y de rojas.

Que poco sabía mi pobre madre. Precisamente las putas suelen llevar bragas finísimas, caras y son muy aseaditas.

Para las muchachas de hoy en día su signo de identidad es llevar condones en el bolso. Solo la que los lleva es una mujer responsable de su tiempo. Para nosotras, las mujeres de mi época, nuestro signo de identidad y de responsabilidad era llevar las bragas impolutas.


Lo que son las cosas, ahora hay días que ni las llevo. Me gusta sentir el aire fresco del campo en los bajos y que circula por entre mis piernas.

Mi marido era un hombre "de orden" como el solía decir. O lo que es lo mismo, de misa de doce los domingos. Yo siempre me admiré de su capacidad para borrar de su mente ciertos aspectos de su vida, como ignorar el hecho de que era un putero. El fornicar con esas infelices no le suponía ninguna crisis moral. Follaba con ellas con el mismo rigor y la misma entrega que se presignaba en la iglesia y comulgaba.

Era impresionante la cara de éxtasis, el gesto arrebatado y alucinado del cabestro. Allí postrado frente al altar, mirando al cura con cara de abducido, como si dios mismo hubiese bajado de los cielos, abriendo la boca y recibiendo la hostia.

Allí dentro, en aquella pequeña iglesia, aparentaba ser un hombre cabal, de fuertes convicciones morales, de principios, y daba el pego el muy hijo de puta. Don Leandro, el párroco, no dejaba de decirme lo afortunada que era de tener un marido como el mío, y que diese gracias al señor por haber tenido tanta suerte. Menudo regalito del cielo.

Luego, tras salir de la iglesia, me cogía por el brazo, como si fuese de su propiedad, y nos encaminabamos al bar. Los domingos misa y vermú. Yo nunca me sentí a gusto ni en un sitio ni en el otro. La iglesia me parecía un lugar oscuro y tétrico, donde iban todas las santurronas a contarle al cura todos los chismes de las vecinas. Además, nunca me gustó la insistencia con la que el padre intentaba sonsacarme mis pecados. Cualquiera diría que disfrutaba oyendo mis atribulaciones y mis fantasias a tenor de las veces que me preguntaba: pero hija mía, y en el sueño ese que has tenido llegaban a penetrarte??

Llegué a la conclusión de que era mejor dejar de confesarme, más que por vergüenza y apuro, por mi propia salud mental. Era tal la insistencia de don Leandro para que le diese detalles escabrosos que empecé a tener sueños eróticos en los que follaba a calzón caído mientras el cura se dedicaba a mirarme a la par que se ofrecía para liberarme de mis pecados. La imagen de aquel cura vestido tan solo con su alzacuellos y todas sus vergüenzas al aire y bien erguidas me arrancaron la poca fé que me quedaba en la iglesia.

Eso, y la manera extraña con la que comenzó a mirarme mientras se tocaba la entrepierna.

En el bar no era muy distinto. Mi marido siempre hacía gala de sus estupideces. Los demás solían reirle sus brabuconadas y yo me sentía asqueada de escuchar siempre las mismas imbecilidades, porque ímbecil era un rato, el pobre infeliz. Siempre acababa atiborrado a vermús mientras se deshacía en halagos hacia el Real Madrid. La lengua acababa por trabarsele en un galimatías extraño y la mirada se le volvía acuosa y sanguinolienta. Yo, con la excusa de tener que hacer la comida, le dejaba allí con su verborrea barata, donde, sorprendentemente, su público le superaba en taruguez.


Comía tranquilamente en soledad e, invariablemente, a las cuatro, aparecía por la puerta medio desmanejado arrastrado por mis cinco hijos, a cada cual más borracho.


Las últimas elecciones fuimos juntos a votar, después de misa y del vermú. En misa el cura, sin ningún recato ni prudencia, barrió para casa, amenazando a los rojos con ir derechitos al infierno si votaban a esos pecadores, ateos y lujuriosos, de la izquierda. A mi aquello me pareció graciosísimo, primero porque no creo que ningún "pecador comunista" estuviese sentado a pie del altar, escuchando al párroco, y segundo porque el que más se iba a quemar en el infierno era el propio cura, a juzgar por como me miraba el escote del vestido. Yo, que no conseguía centrarme en el sermón, no debaja de pensar en el dolor de huevos que iba a tener el pater en breve si no dejaba de clavar sus ojos en mis tetas, y me preguntaba a que puta le tocaría esa tarde aliviar las necesidades propias de su sexo al santo caballero, porque el único que estaba ardiendo hasta ese momento era el mismo, a juzgar por los goterones de sudor que le corrían por la frente y lo coloradas que tenía las orejas.

Mi marido, que ya iba rumboso al colegio electoral, se empeñó en elegir la papeleta con la que yo debía votar. Por supuesto elegió las que llevaban el membrete del PP, aunque tentado estuvo de darme las de Falange Española, ante mi estupor y el de los integrantes de la mesa electoral, que asistían alucinados al guirigay que mis hijos y el borracho de mi marido tenían montado. Yo, viendo la que se estaba montando, callé por pruedencia, mientras un policia nacional le pidió identificarse, momento en el que él empezó a gritar que con El Caudillo esto no pasaba, y que ese "lechuguino" no se atrevería a hablarle así si Franco levantara la cabeza.



Aprovechando el tumulto me dirigí a la mesa y deposité mi voto, a los rojos, por supuesto, y me acordé de mi madre y de su empeño para que siempre llevase las bragas limpias. Esa fue la última vez que votamos juntos. Ayer lo hice en este pueblo perdido de la mano de dios, con toda tranquilidad y ante los ojos de cuatro aldeanos, y no pude evitar acordarme de Don Leandro.


Porque, curiosamente, no siento ningún remordimiento por haber abandonado a esa panda de descerebrados e indeseables que son mis vástagos y su progenitor, pero me arrepiento, me arrepiento muy mucho de no haber ejercido acto de caridad con el párroco, que como mujer cristiana le negué y debería haberle brindado. O lo que es lo mismo, me arrepiento de no haberlo montado a horcajadas, en el mismisimo altar de la parroquia, de no haberle arremangado la sotana y haberlo follado como la hembra que soy, para que hubisese sabido lo que es una mujer y que a uno le echen un buen polvo, para que hubiese sabido que yo hago las cosas como dios manda.

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ALMORRANAS


Estoy pensando en ampliar la familia, animal, por supuesto. Yo ya no estoy en edad de procrear y tampoco tengo el cuerpo para sustos. Podría recurrir a la ciencia pero creo que ya cumplí con mi obligación de madre. Cinco fueron suficientes.


Creo que unas gallinas no me vendrían mal. Me ahorraría unas perras y siempre tendría huevos frescos y de calidad, que de los otros ando más que servida.


Mi marido nunca tuvo huevos para nada, excepto para plantarme cara a mi. Con el tiempo aprendí qie me salía más a cuenta agachar la cabeza y decir a todo que si, para después hacer lo que me viniese en gana y, aun y así, tuve que soportar sus malos humos y sus babosadas durante años. El pobrecito era bastante limitado en todos los aspectos. En lo mental y en la cama.


Por eso, cuando empezó a aliviarse con putas, la más satisfecha fui yo. Sacrifiqué con gusto la pérdida de ingresos en casa, a cambio de no tener que fingir con semejante cerdo, y aguanté estoicamente los comentarios maledicentes de las vecinas. No me importó que comentasen que vivía en babia o que algunas, mucho más lacerantes con sus lenguas viperinas, insinuasen que era una "cornuda consentida".


A mi lo que dijese la gente me la traía al pairo. Pues no estaba yo poco bien con mi "pepe" descansado y sin tener que aguantar "las incursiones" torpes y desagradables de semejante borracho baboso.


Si bien, el mal trago era breve, de pocos recursos y pocas florituras erótico-festivas. En menos de 10 minutos había consumado la faena.

El muy gilipollas solía exclamar "una faena digna de un Miura", y yo me admiraba de cuan absurdo y ridículo puede resultar un "corto" de mente. Más bien parecía un cabestro despatarrado, bufando como un burro.


Sinceramente compadezco a las pobres furcias que tuvieron que soportar sus babas durante todos esos años. Tentada estuve un tiempo de ir al local de carretera que frecuentaba e invitarlas a una buena paella, y darles las gracias por el tremendo favor que me hacían.

Nunca me atreví. No hubiese sido que el cenutrio hubiese hecho aparición y, pillado en su falta, hubiese querido conquistarme de nuevo "volviendo al redil".

Con lo bien que vivía yo mientras el refocilaba como una bestia parda con aquellas pobres infelices.


Durante un tiempo tuve la esperanza de que mis cinco vástagos fuesen distintos. Luego tan solo me conformaba con que uno de ellos fuese un hombre de provecho y como dios manda.Finalmente acepté que mejor hubiese críado los cinco cerdos que ahora tengo. Habría sacado tremendos jamones, y, en vez de jamones, lo único que conseguí fueron tremendos chorizos pegados en la taza del bater.
Porque eso si, heredaron la perfección y buen funcionamiento del tracto intestinal de mi padre, que en paz descanse, un gran hombre que jamás supo lo que era un estreñimiento. Y mis hijos cagar, cagaban como dios y como padre.
Jamás necesitaron ingerir fibra. A mi, en cambio, me torturan las hemorroides, desde que tuve que parirlos.

Unas almorranas sangrientas que se inflaman cada vez que los tengo cerca, porque la sangre, lejos de subirse al cerebro, como a todo hijo de vecino, cuando se ofusca o encabrona, a mi se me baja al culo, hinchándose como las morcillas aquellas que engulló el Sangoneras, en paz descanse. Menudo regalo.

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